“El ser humano no es
capaz de eliminar la muerte, pero sí es perfectamente capaz de evitar la
matanza recíproca”.
Norbert Elías: Humana
conditio, p. 88
No es de confiar la
afirmación generalizada de que “se aprende con la experiencia”. Sí pero no.
Cuántas cosas podríamos relatar en las que la gente hace lo mismo como si nada
hubiese ocurrido. En el mundo político el asunto es más evidente. Son muy lentos
los aprendizajes, muy efímero su impacto cuando de intereses se trata. Eso es
lo que ocurre con episodios tan lamentables como aquel 11 de abril que
seguramente se recuerda con amargura y desolación. Sus actores directos andan
por allí en los escondrijos. Sus apoyadores disimulados se encogen de
vergüenza. Sus víctimas no pueden jugar a la venganza porque en política no
funcionan así las cosas. Conclusión: todo se revuelve como ungüento maloliente
que no sirve para nada, salvo tal vez – hoy – para olfatear la recurrencia de
la misma maldición en pequeñísimos grupos de la derecha histérica que no está
allí para aprender.
Hace ahora una década
la derecha fascistoide le impuso la agenda al resto del conservadurismo del
país. Una manifiesta incapacidad para jugar con reglas que no son las propias
condujo a las viejas élites por el barranco del puchismo. Muchos sectores de la
derecha republicana fueron embarcados en aquella aventura. Entre ellos mismos
se jugaron sucio y las facciones que representaban lo peorcito tuvieron a punto
de salirse con la suya. Todavía hoy persisten varios misterios de cómo la
derecha democrática se dejó timar tan fácilmente por los bárbaros. Como quiera
que sea, lo que no se discute es que de allí venimos y eso pasó ayer nada más.
Buena parte de los operadores en escena son las mismas caras de aquellos
fatídicos días, el caradurismo es uno de los rasgos de la psico-política de
estos tiempos.
¿Y la gente? Ayer
como hoy los conciudadanos que se identifican con la oposición son – como siempre
– una masa de uso múltiple que no está invitada para los planes “B” y “C”.
Aparte de ser “votantes”, ninguna otra propiedad le está reservada a esta
muchedumbre que va y viene de marcha en marcha sin ningún destino. Por allá en
los sótanos se maquinan los planes verdaderos que gente sin escrúpulo pone a
cabalgar sobre la ola de ingenuos manifestantes. Basta la rabia que proviene de
esos cocteles explosivos del histerismo disociado para poblar de banderolas las
rutilantes avenidas de las clases medias del país (cada ciudad tiene marcado
este sello de geografía social que permite distinguir con facilidad los perfiles
de esta etnología electoral).
¿Habrá aprendido algo
esta derecha residual? No estoy muy seguro. No estamos lidiando con pensamiento
político sino con mazamorra ideológica. No enfrentamos un proyecto de país
alternativo sino la furia babosa de odios y frustraciones personales. No se
trata de interactuar políticamente con formaciones antagonistas sino de lidiar
con patologías psico-políticas irrecuperables. Allí no veo salidas terapéuticas
que pasen por la persuasión y la autocrítica. La contención de estas facciones
anómicas sólo es posible con la anticipación de la fuerza del Estado. La
neutralización de los graves daños que pueden provocar es una cuestión de
inteligencia y seguridad.
¿Y la derecha
republicana? Aquí no hay nada seguro. Pero al menos podría esperarse un cierto
olfato para el cálculo político, para sacar bien las cuentas, para saber a
dónde van los intereses (que es un parámetro vital para la burguesía y sus
oficiantes). De la aventura de aquel 11 de abril debería quedar claro que
“trabajar para lapa” no tiene mucha gracia. Dejarse imponer la agenda de la
derecha histérica – otra vez – sería el colmo. Ello no es fatal, claro está,
pero tampoco está descartado. ¿De qué depende? De la acción combinada de varias
fuentes, entre ellas, del desmarcaje claro y categórico de los sectores democráticos
de cualquier aventurilla.
En política vale casi
todo, salvo hacer el papel de tontos… y repetirlo.
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